lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO 9
Las primeras horas de la madrugada transcurrieron sin incidentes. Claudio y Charlie se encontraban afuera. Paula llamaba la atención de casi todos los hombres con la chaqueta de Pedro puesta. Éste tuvo que protegerla constantemente, pero no le desagradaba hacerlo.
En realidad, la vida con Leonel era demasiado fácil para él.
Esa primera madrugada del año le había servido para darse cuenta de que era mucho más complicado estar pendiente de una mujer constantemente. Paula ni siquiera se enteró de la presión a la que él estaba sometido.
Pedro recordó que, con Lucila, nunca tuvo la necesidad de estar cuidándola. En realidad las dos mujeres eran totalmente distintas.
Lucila siempre había sido la estrella, mientras que Paula se interesaba por participar con todos.
Charlaba con las mujeres del mismo modo que lo hacía con los hombres. Con ella alrededor, hasta con un frente del norte era divertido estar. En realidad era especial, y Pedro empezó a prestarle más atención.
Paula notó el renovado interés de Pedro y trató de complacerlo. Bailó únicamente con él y no se quitó la chaqueta, aunque hubo silbidos y comentarios como «no hemos visto el vestido», «vamos, quítate esa horrible chaqueta». Había sido una larga noche, y los invitados empezaban a aburrirse.
Paula animó a algunas mujeres para que bailaran en el centro de la habitación, ellas estaban encantadas y los hombres aplaudían y las vitoreaban. Ella permaneció al lado de Pedro. Fue entonces cuando se oyó una voz:
—¡Vamos, Pedro, tienes que tocar por lo menos una pieza!
—¿Oh, tocas un instrumento, Pedro? —preguntó ella.
—Como los mismos ángeles —contestó una voz—. Pero le gusta hacerse de rogar. Si no insistimos en que lo haga, nunca lo hará. Le gusta presumir.
Pedro soltó una carcajada y fingió no querer tocar. Pero los músicos lo conocían e insistieron.
—¿Sabéis lo que ocurrirá si me pongo a tocar? Paula se sentirá ignorada y yo quedaré muy mal con ella.
Hubo muchos voluntarios para acompañar a Paula.
—¿Os dais cuenta, cómo puedo confiar en vosotros, tiburones?
—¡Vamos, Claudio ya se ha ido! —protestaron ellos.
Finalmente, pusieron una silla frente al escenario para que Paula se sentara frente a él.
Pedro se levantó y se dispuso a tocar. Tocó el banjo. ¡Qué forma de hacerlo! La gente lo vitoreaba y en lugar de bailar hicieron corro alrededor de él.
Pedro tuvo éxito. Deseaba que Paula lo admirara, y a ella le encantó. Cuando Pedro terminó la pieza, hizo una reverencia y se dirigió hacia ella.
—¡Vaya, qué talento! —dijo la joven, emocionada.
—¡Y tengo otros talentos que ni siquiera imaginas! ¡Te llevará algún tiempo descubrirlos!
Ella lo miró y sonrió provocativa.
—Creo que no has bailado conmigo —dijo él.
Paula estaba a punto de protestar, pero él agregó:
—Claro, se trata sólo de uno de mis talentos, existen otros.
Pedro bailaba muy bien. Por lo general los hombres sólo sostienen a la chica cerca, y creen que con eso es suficiente, pero Pedro sabía bailar bastante bien.
Un gran estruendo los cogió por sorpresa. Parecía que la tormenta arreciaba. Se sintió un aire fresco en el salón.
Claro, había calefacción, pero de cualquier modo, algunas mujeres mostraron su preocupación.
—¿Tienes suficientes mantas, Leonel? —preguntó Paula.
—En caso contrario, siempre podéis quedaros junto a mí. Yo me encargaré de que no paséis frío.
En ese momento, Pedro se dio cuenta de que Leonel no estaba con ninguna mujer en particular. ¿Acaso había esperado que Paula fuera su pareja esa noche?
¿Pero, cómo le podía preguntar algo así? Pedro se sintió muy incómodo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la situación.
Después de todo, Leonel le había comprado el vestido a Paula, se lo había llevado y la había convencido para que asistiera a la fiesta. De hecho, Pedro lo había ayudado a convencerla. Sólo después de que él había hablado con ella, Paula había aceptado asistir a la fiesta en Cactus Ridge.
¿Cómo podía preguntarle a su amigo si le había robado a la mujer que se suponía le haría compañía? Ella se encontraba en la biblioteca y la puerta estaba cerrada con llave. ¿Acaso Leonel había ido a buscarla? Pero Pedro no había estado dispuesto a abrir la puerta.
Y ahora, Pedro le había puesto una etiqueta. Sí, era su chaqueta. A los ojos de todos, Paula le pertenecía.
Bueno, en realidad, él le había puesto la chaqueta por las miradas lujuriosas de Claudio, y del resto de los hombres.
¿Cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta del aspecto que tenía con ese vestido?
Pero, después de todo, ella se había encerrado con él en la biblioteca, había permanecido junto a él, había bailado con él, y aún llevaba puesta su chaqueta. Pedro la observó, ella se encontraba a su lado mirando a los demás bailar.
—¿Quieres bailar otra pieza?
—Mmm, ¡claro! Eres muy buen bailarín.
—Bueno, es fácil llevarte. No todas las mujeres se dejan guiar.
—Es que no tienen suficiente práctica.
Él la tomó entre sus brazos y se olvidó de lo que hablaban.
Deseaba besarla. Estaba tan cerca de él. En ese momento, ella levantó la mirada y él la besó. Cuando terminaron, los hombres gritaron: «otra, otra…», y las mujeres: «yo sigo».
Pedro se volvió y los miró sonriendo, Paula no lo notó.
Después, empezaron a bailar. Pero ella se sentía mareada.
—¿Te sientes bien? —le preguntó él.
—Un poco mareada.
—Es porque te he besado —dijo él riéndose—. Lujuria.
—Sí, de otra manera, ¿cómo podría soportarte? —repuso ella, molesta.
—Bueno, si no te has acostado con nadie —dijo él, vengativo—. Podrías compartir mi cama si lo deseas.
—Qué amable de tu parte. Pero ya tengo cama.
—¿Dónde?
—Somos cuatro, y nos quedaremos en una de las habitaciones del ático. Por eso le he preguntado a Leonel si tenía bastantes mantas.
—¿Cuatro? ¿Qué quieres decir?
—¡Vaya, eso es lo que te ha llamado la atención! Pero, las otras tres roncan. ¿Tú roncas?
—Nunca lo he notado. Pero creo que sería una buena oportunidad para que tú lo descubrieras.
—Mi padre tiene el ronquido perfecto. Mi madre siempre se lo agradece a Dios, en especial, cuando tenemos huéspedes.
—¿Qué clase de… huéspedes?
—De toda clase. Parientes, amigos, visitantes. Mi padre se dedica a la política. Tiene toda clase de amistades.
—¿También… tus amigos?
—Claro.
—¿Se quedan a dormir?
—Sí.
—Y…?
—Algunos no roncan nada. Se supone que el hombre debe roncar con discreción, para que la mujer no se sienta sola.
—¿Por qué se va a sentir sola en una casa con un hombre al lado aunque no ronque?
—Cuando oye un ruido y se asusta, si él ronca, ella se siente segura. Y después, cuando él se levanta, aunque sabe que no hay peligro, se siente segura a su lado.
—¿Y cómo sabes todo eso acerca de los ronquidos?
—Bueno, mis hermanas lo hacen cuando desean una relación más seria con un hombre.
—¿Ninguna de vosotras ha vivido con alguien antes de casarse?
—No.
—¿Y sólo sois mujeres?
—¿Cómo?
—Quiero decir, ¿no tenéis hermanos?
—Sí, tengo cinco hermanos.
—¿Y cuántas hermanas?
—Tres.
—Entiendo.
—Bueno, mi madre todavía se queja de papá. Dice que no era muy cooperativo en cuanto a métodos anticonceptivos.
—Tu casa no es…
—Sí, ya sé. Encontrar una casa lo suficientemente grande siempre ha sido un problema. Pero hemos tenido suerte, siempre ha habido colegios cerca de donde hemos vivido, así como tiendas, bibliotecas, y otros servicios. Además, siempre hemos tenido muy buenos vecinos.
—¿Cómo podéis acomodaros todos en esa casa?
—Mis hermanos duermen en el ático. A veces papá tiene que subir a tranquilizarlos.
—Yo viví en una casa parecida en Ohio. Pero es como ésta, se encuentra a las afueras de la ciudad, pero no tengo verdaderos hermanos. Los Alfonso siempre adoptaron niños, e incluso ahora, algunos de los que estudian en la universidad, viven con ellos. Tengo muy buenos recuerdos.
—Siempre he pensado que adoptar niños es bueno. A mí me gustaría tener una familia numerosa, pero adoptando algunos de los niños.
—Algunos de mis medio hermanos llegaron en autobús, algunos fueron traídos por oficiales de la policía, otros habían sido maltratados por sus padres. A veces pienso que nadie informó a esas madres cómo venían los niños. ¿Acaso tu madre te lo ha dicho?
—No, pero me advirtió que tuviera cuidado con los hombres lujuriosos que dicen no saber nada del sexo.
—¡Ah! Una de esas madres precavidas.
—Por fortuna.
—No necesariamente.
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CAPITULO FINAL
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