lunes, 1 de enero de 2018

CAPITULO 5





Pedro dejó la copa de brandy en la pequeña mesa. No quería perder el control. Miró a Paula. Nunca había conocido a alguien como ella.


Bueno, siempre había pensado que Felicia, su madrastra, era una mujer sin igual.


Pero ahora parecía que después de todo, existían otras mujeres que se le podían comparar. Claro, Paula no era exactamente como Felicia, quien usaba su voz modulándola para lograr diferentes efectos. Pero era una preciosidad.


Aun con el bullicio de la fiesta, se podía oír el viento, que en lugares desérticos podía alcanzar grandes velocidades. Pedro continuó mirando a Paula Chaves, ahora se daba cuenta de que era una mujer fascinante.


Ella se encontraba ocupada, seleccionando los alimentos que parecían más apetitosos. Pedro se dio cuenta de que también servía un plato para él.


Cuando le ofreció su plato, agregó:
—¿Quieres vino? Hay una botella de vino blanco que iría de maravilla con este tipo de comida.


—Pareces ser una experta en vinos.


—Lo aprendí con Leonel.


—¿Qué quiere decir?


—Como bien sabes, Leonel ofrece fiestas muy a menudo. Él me enseñó a diferenciarlos. Es un hombre poco común, como tú has dicho, sabe mucho acerca de diferentes cosas.


—Así es, es un hombre muy singular. Además, conoce a muchísima gente. Creo que con ese talento se nace.


—Bueno, creo que tú también posees ese talento. Con sólo hablar unos minutos con la gente, tú puedes saber qué clase de personas son.


—¿Cómo sabes eso?


—Leonel me lo dijo, el mismo día que me dio el vestido.


—¿Por qué no lo invitaste a pasar?


—Bueno, estaba sola. Nunca invito a un hombre a pasar si me encuentro sola.


—¿Por qué no? No todos los hombres son libidinosos.


—No, pero… ¿por qué correr riesgos innecesarios?


—Ahora estás aquí encerrada, sola conmigo.


—Así es —respondió ella divertida.


—¿Cómo sabes que yo no trataré de sobrepasarme?


—Podría gritar muy fuerte.


—¡Vaya! Pudiste hacerlo cuando Leonel se encontraba cerca.


—No lo consideré necesario. Además, hay un teléfono aquí, si deseara algo, estoy segura de que sabré usar los medios de comunicación.


—Bueno, veo que sabes cuidarte. Sin embargo, has cerrado la puerta con llave dos veces, a sabiendas de que no estás sola.


—Quiero comprometerte.


—¿De veras?


—Lo que pasa es que no deseo que nadie nos interrumpa. Quiero conocerte mejor.


—Vaya… —él se puso de pie y caminó admirando la alfombra oriental bajo sus pies, después se dirigió hacia ella—. Primero querías conocerme y ahora, quieres conocerme mejor. ¿Después querrás saber si tengo cicatrices o lunares de nacimiento?


—Todavía no.


Él tosió, fingiendo que se había atragantado. Ella se levantó enseguida y le dio varias palmaditas en la espalda. Se había salido con la suya, había llamado su atención.


—Si vas a contestar con respuestas insolentes, por lo menos me lo podrías advertir.


—Sí, señor.


—Así me gusta.


—Mira, no sé si considerarás esto como insolente, pero, si pasas la primera prueba, tal vez lleguemos a la sección de cicatrices y lunares.


—Creo que será mejor que me siente.


—¿Has bebido demasiado?


—Creo que es el vestido. No sabes cómo me afecta.


—¡Vaya!


—¿Pretendes decirme que no lo usas como complemento para tu coqueteo?


Ella lanzó una carcajada y lo miró provocativa.


—¡Basta! —se impacientó Pedro.


—Sólo es una broma.


—Piensas bastante rápido.


—Así es.


—¿Cuántos de tus infortunados novios se encuentran en un sanatorio mental diciendo: «y después ella dijo…»?


—Ninguno. Nunca he sido completamente sincera con ningún otro hombre.


—No estoy seguro de que eso sea muy bueno.


—Mira, podemos usar el mantel del carrito de servicio.


—Buena idea. Iré por las sillas —con mucho esfuerzo, acercó dos pesadas sillas hasta donde se encontraba Paula—. A ver si puedes moverlas.


—¿Por qué?


—Pesan mucho. No creo que pudieras levantarlas.


—Bueno, por eso serví la comida. Sabía que tú podrías hacer el trabajo pesado.


—Estoy empezando a sospechar algo vital. Pero no puedo estar seguro. Tal vez tú…


—Vaya, es lo más tonto que he oído.


—Qué raro que pienses eso después de las maravillosas referencias que tienes de mí.


—Los hombres no siempre actúan de la misma manera con todas las mujeres.


—¿Crees que hablo demasiado?


—Cariño —dijo ella con insolencia—. Creo que hablarás hasta el día de tu muerte, en silla de ruedas, o en una residencia de ancianos.


—¿Por qué nada de lo que digo parece afectarte?


—Tratas de probarme porque Priscila hirió tu vanidad.


—Lucila.


—Como sea. Lo que más me sorprende es el hecho de que una mujer de ese tipo te haya atrapado. No puedo explicármelo desde que te vi con ella la primera vez.


—¿Cuándo fue eso?


—Te vi con ella el año pasado en la fiesta de Leonel.


—¿En San Antonio?


—Sí.


—¿Estabas allí?


—Si te vi, quiere decir que fui.


—No puedo creer que no me fijara en ti.


—No tenías ojos más que para esa mujer.


—¡Vaya! Te hubiera podido conocer desde entonces.


—No. Era importante que conocieras a Priscila para poder apreciarme.


Él bajó la mirada, y después buscó la de ella.


—Algunos hombres son así —continuó hablando ella mientras comía, de vez en cuando se chupaba los dedos con elegancia, como si todas las personas hicieran eso al comer—. Un día vi a dos perros en el patio. Uno de ellos estaba recostado, jadeaba y se quejaba. Su pelo era como… como el de Priscila. Pensé que lo habían atropellado.


—¿Y?


—El otro perro lo estaba cuidando. Tenía el pelo corto y sólo vigilaba en silencio, pero muy alerta. Después se dirigió hacia el otro perro y le lamió la nariz. Estaba a punto de llamar a la sociedad protectora de animales, cuando el perro que estaba echado se levantó.


—¿Estaba bien?


—Cojeaba. Cruzaron la calle. Iban muy juntos. Los seguí hasta que vi que otros dos perros se acercaban. Se trataba de una perra en celo.


Ella no se atrevió a mirarlo. Siguió disfrutando de su cena y hasta varios minutos después no se atrevió a levantar la mirada y enfrentarse a Pedro.


—Y tú crees que Priscila es la perra.


Paula se quedó sorprendida, pero trató de fingir que no estaba sorprendida en lo más mínimo. Parecía que había perdido.


—¿Cómo lo has sabido? ¡Ah, ya sé! ¡Por lo que he dicho del color del pelo! ¡Claro, las raíces no se veían, el tinte era reciente! —se atrevió a finalizar ella.


—¡Eres algo serio! —exclamó él—. ¿Te das cuenta de lo horribles que son tus comentarios? Y aquí estoy yo, busqué este lugar para estar solo, ya que hace un año que no veo a Pri… Lucila, y…


—¡Oh, qué romántico! ¡Pero ella fue una verdadera idiota al dejar que te marcharas así! ¡No puedo creer que haya sido tan tonta! ¡Y además, las raíces de su pelo son oscuras, no rubias! ¡Es verdad! ¡Creo que tuviste suerte!


Al decir eso, ella fingió estar comiendo. No lo miró durante un momento, pero después levantó la mirada y sonrió con cara de niña traviesa. Él no pudo más que soltar una carcajada. La contempló apoyándose en el respaldo de la silla y le dijo:
—Te advierto una cosa, si sólo estás tratando de probar tus habilidades conmigo, es mejor que te retires… antes de la medianoche.


—¿Antes de la medianoche?


—Quiero un beso.


—Muy bien. Sólo uno.


—O más de uno.


—Intentemos uno —dijo ella sin dejar de comer.


—Con opción a más.


—No, el contrato no estipula opciones.


—Bueno, sólo te he hablado de un beso.


—Es un asunto serio.


—Tal vez para ti. ¿Por qué?


—Se trata de una concesión.


—Bueno, creo que estás llena de ellas. Es mejor que me lo tome con calma. Creo que podrías espantar a cualquier hombre.


Ella sonrió sin decir nada.


—Pero… creo que después de todo, vale la pena arriesgarse contigo…


—¿De veras? ¿O prefieres las cosas más sencillas?


—Opino que sería mejor para mí.


—Yo prefiero a un hombre que dialoga con una mujer, en lugar de dictar las reglas a alguien que las sigue ciegamente.


—Me pregunto si estamos en el camino correcto.


—Tal vez. Todo depende del lugar adonde nos dirijamos.


—Sí, ya lo veo.


—¿Ya has probado estos? —ella le ofreció un canapé con un langostino cubierto de una salsa especial.


—Mmm… deliciosos.


—Ahora, prueba éste —le ofreció otro canapé cubierto con una ensalada de berros.


Cuando terminó, ella preguntó:
—¿Te gustaría un poco de vino para refrescar tu paladar?


—Por favor.


Después la chica preparó un último canapé cubierto con carne en salsa y otras delicias.


—¿Es el último?


—Sí, ¿cómo lo sabes?


—Bueno, me ofreciste vino para refrescarme y… lo supe.


Paula miró su reloj.


—Ya son más de las once. ¿Te gustaría tener algo de tiempo para pensar en… ya sabes quién?


Él se sorprendió ante tal pregunta. Después de todo, ella recordaba lo que le había dicho acerca de Lucila.


—Creo que no —respondió.


—Bueno, lo que pasa es que si después de esta larga charla, decidimos seguir viéndonos, no me gustaría que te pasaras veinte años reprochándome el no haberte dejado pensar en Priscila en el aniversario de su partida.


—¿Priscila…?


—Tal vez hasta lo hagamos.


—¿Es que voy a tener que esperar hasta las doce para poder saber cómo besas?


—Claro.


—¡Vaya!


—Creo que será mejor de ese modo. La espera es la mitad del placer.


—¡Y espera a que pruebes la otra mitad!


Ella lanzó una carcajada. Trató de controlarse, pero lo único que logró fue que él también se riera.






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CAPITULO FINAL

Habiendo crecido en una familia tan grande como la de  Pedro , Paula no se sintió incómoda entre la gran familia de su marido. Era como ...