lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO 22
Cuando se despertaron a la mañana siguiente, había salido el sol y podían oír el goteo de la nieve al derretirse. En Texas, todas las casas tenían un sistema especial para almacenar esa agua del deshielo. Aun así, en 1992, todas las cisternas se inundaron debido a las lluvias torrenciales.
Él la miró, ella aún tenía los ojos cerrados. No estaba seguro de cómo le gustaría ser tratada al día siguiente de su primera vez.
Ella abrió los ojos y dijo sonriendo.
—Buenos días, super amante. Deberían embotellarte para el uso de mujeres solitarias.
—¡Vaya, creía que lo que ha ocurrido entre nosotros era muy personal! Y por otra parte, no creas que estoy disponible para cualquier otra mujer. Además, recuerdo que dijiste que me conservarías a tu lado. ¿Es ésa la forma que tienes de conservar a los hombres, embotellados en una colección?
—Sólo era una broma.
—Mi aliento no es tan malo por las mañanas, ¿y el tuyo?
—No está mal.
—Bueno, a mí no me importaría que olieras como un perro callejero. Necesito un beso, ¿te parece bien?
—Pero uno amistoso.
Se besaron con delicadeza.
Él le dijo:
—Hueles tan bien —y la abrazó con suavidad.
—Tú también. Hueles distinto y me gusta.
Los dos sonrieron y permanecieron abrazados durante un momento.
Pero él empezó a hablar del rancho de Leonel.
—Aun así, estamos tratando de prevenir que el ganado paste donde el follaje está fresco. Les fermenta el estómago y los enferma.
—Vaya, sabiendo todo eso, me sorprende que aún comas carne —repuso ella.
—Bueno, la carne que comemos es de la mejor calidad. Los hombres que se encargan del ganado para nuestro consumo, también la comen, así que se aseguran de que la carne esté fresca y sana.
—Casi para comer cruda.
—Como tú.
Ella soltó una carcajada y le acarició el pelo a Pedro. Él se inclinó y la besó con ternura, pudo sentir la tibieza de su delicada piel.
—No recuerdo haber dormido con nadie así. Ni siquiera en el campamento de los Scout. ¿Y sabes? Me encanta, ¿te importaría dormir aquí? —le preguntó ella.
—Vayamos a mi habitación.
—¡Oh, no, no podemos hacer eso! Imagínate si me traslado con mis cosas y todo. Pensarán mal de mí.
—Bueno, tú me estás pidiendo que haga eso.
—No, yo sólo te he pedido que duermas aquí, con discreción.
—¿Y cómo lo puedo hacer con discreción?
—Bueno, no traes todo tu equipaje aquí. Esperas hasta que no haya moros en la costa, y entonces subes y, muy silenciosamente, entras en la habitación y te metes en mi cama. Y haces exactamente lo mismo por la mañana. Es muy fácil.
—¿Acaso te parece que soy esa clase de hombre?
—Bueno —ella titubeó un momento y después dijo—… sí.
—Y lo soy.
Los dos se rieron. Entonces él se volvió hacia ella y preguntó:
—¿Te gustaría desayunar en la cama?
—No. Creo que pensarían que estoy enferma y tratarían de evitarme.
—Podemos aprovechar eso y decirles que estamos en cuarentena.
—No, no, no me tientes.
—¿Acaso estarías tentada a estar solamente conmigo?
—¿No te diste cuenta de que fui yo la que cerró con llave la biblioteca para estar a solas contigo?
—Pensé que deseabas estar sola.
—No, te estuve siguiendo. Además, tenía un preservativo, mi intención era atraparte.
Él la miró sorprendido.
—¿Te sorprende?
—Ojalá hubiera sido más paciente.
—Cuando te besé, fuiste tú el que sugirió que nos uniéramos a los otros.
—Bueno, sólo trataba de protegerte.
—¿De los chismes?
—De… mí.
—Bueno, pudiste haber preguntado si yo lo deseaba.
—Aún me resulta difícil creer que te haya encontrado.
—Ya era hora. He estado tratando de que notaras mi presencia casi dos años.
—¿Cómo he podido estar tan ciego?
—Priscila. Tengo que admitir que es todo un espectáculo.
—Pero no como tú.
—No estoy muy segura de lo que quieres decir, pero…
—Eres muy superior a ella en muchos aspectos. Y yo, como un tonto, ni siquiera tenía la menor idea de que existían mujeres como tú.
—¿Qué están dispuestas?
—No. Tú me quieres y me deseas.
—Has dicho eso tantas veces, y no pareces convencerte de que es verdad. ¿Acaso tenías que violar a Priscila?
—No, pero en nuestra relación… yo siempre tenía que… bueno, era casi como suplicar. Ella lo permitía, si es que podemos llamarlo así. Ella no… —Pedro no terminó la frase y añadió—: Un caballero no debe hablar de otras mujeres.
—Bueno, por lo que dices, no parecía sentirse atraída por ti. ¿Qué es lo que te atrajo de ella?
—Bueno, en cierta forma se parece a ti.
—¿Qué? —replicó ella indignada.
—Bueno, es muy independiente y fuerte.
—¿Priscila?
—Sí. Ella vive exactamente como desea hacerlo.
—¿Y en ocasiones como tú eliges?
—Elegía. Estamos separados desde la primavera pasada.
—Parece como si hubierais estado casados.
—Yo deseaba casarme, ella no.
—¿Estás muy dolido con ella, verdad?
—Eso pensé. Pero entonces tú entraste en mi vida cuando apareciste en la biblioteca.
—Bueno, me fascinaste. Nunca había conocido a alguien que estuviera poseído por un extraterrestre. Además, para ser un hombre que estaba sufriendo una decepción, creo que fuiste bastante atrevido.
—¡Ese vestido rojo!
—¡No te atrevas a decir nada más de ese vestido!
—¿Por qué eres tan hostil cuando hablamos del vestido? No hay nada malo en él, aparte del hecho de que es escandaloso y captó mi atención por completo.
—Siempre dices «ese vestido», en lugar de decir «tu vestido». ¿Me pregunto por qué?
—Bueno, no quiero ser irrespetuoso. Procuro vigilar mi lengua.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haces?
Él sacó la lengua y trató de mirarla, se puso casi bizco.
—¡Bueno, pero puedes ponerte bizco!
—¿Tú no? Todas las personas normales lo pueden hacer.
—Oh.
—¿Tú no puedes?
—Lo he intentado, pero me resulta difícil. Tal vez yo forme parte de la estadística de las mutaciones humanas.
—¡Vamos, creo que si visitaras otro planeta, podrías decir que eres parte del progreso de la civilización!
—Bueno, ¿entonces, por qué no puedo ponerme bizca?
—No es nada de lo que la gente se enorgullezca, ¡vamos, Paula!
Además, creo que con un tratamiento especial, podrías volver al nivel mutante.
—Déjame adivinar, el tratamiento es…
—Exacto.
—Ni siquiera he terminado la frase.
—Es vital que iniciemos el tratamiento de inmediato. No es aconsejable perder tiempo.
—Qué amable de tu parte.
Llegaron tarde al comedor. Sólo quedaban vacíos sus sitios.
Casi todos los demás habían terminado.
Fred, el cocinero, les preguntó con amabilidad:
—¿Qué desean, desayuno o almuerzo?
—Es lo mismo —dijo Pedro.
—Desayuno —intervino Paula.
—Muy bien. El café está en esa jarra, y el zumo de naranja en la otra mesa.
Pedro sirvió el café y se sentaron.
El desayuno estaba excelente. En un plato había huevos revueltos; en otro, beicon; y en otro más, carnes frías. La cantidad de pan que les llevaron hubiera sido suficiente para alimentar a la familia Chaves.
—Yo sólo tomaré té y pan tostado —comentó Paula. Pero al ver a Pedro saboreando los demás platos, decidió imitarlo y comió un par de huevos, una salchicha y pan con mermelada.
Leonel llegó y los miró sonriendo:
—¿Estáis bien?
Chupándose los dedos, Pedro respondió:
—¡Mejor que nunca!
—Tenemos un invitado sorpresa —dijo Leonel.
Sin dejar de comer, Pedro preguntó despreocupado:
—¿Quién?
—Lucila.
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CAPITULO FINAL
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