lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO 18
Pedro y Paula fueron casi los últimos en dejar el gran salón.
Caminaban cogidos de la mano, deseando que la noche no terminara nunca.
Leonel los vio y se unió a ellos.
Se dirigieron hacia la sala. Era una habitación muy amplia, con confortables sillones y una gran ventana, desde donde pudieron contemplar la nieve que aún no había desaparecido, además le daba un efecto muy especial a los grandes cactus y los árboles.
Estaban muy relajados. Los dos hombres charlaban y Paula se había acomodado en un gran sillón. Se sentía un poco cansada. Después de todo, ya habían pasado dos días.
Leonel sugirió:
—¿Os gustaría tomar una taza de chocolate caliente?
Pedro se puso de pie y ofreció:
—Yo me encargaré. Tú nos has atendido durante cuarenta y ocho horas.
—Llama a Chuck. Él se encargará.
—No, ya debe estar descansando. No te preocupes, será un placer.
Leonel y Paula esperaron en la habitación.
—¿Cómo lo estás pasando?
—Mmm…
—¿Estás cansada?
—Un poco.
—¿Vas a montar el pinto?
—No.
—¿Por qué?
—Pedro no quiere que lo haga.
—¿Así que ahora te importa lo que él diga?
—Sí, creo que tiene razón.
—Creo que tú podrías montar el pinto y demostrarle de lo que eres capaz. Eres una excelente amazona.
—Monto desde hace mucho tiempo.
—¿Has participado alguna vez en una carrera?
—No. Mi padre pensaba que eso era una pérdida de tiempo.
—Es sólo una competición. Podría tratarse de natación o cualquier otro deporte.
—Él piensa que está muy bien desarrollar esas habilidades, pero cree que es tonto competir.
—¿Tonto?
—Bueno, hay muchas otras cosas que hacer.
—Sí, ¿cómo conquistar a alguien con dinero?
—¡Qué coincidencia! He estado hablando de eso con Pedro.
—¿De veras? ¿Crees que él es así?
—¡No, claro que no! Pero pienso que Priscila lo es.
—¿Estás celosa?
—Por supuesto que no. Ella no tiene nada que se le pueda envidiar, pero…
—Me alegra oír eso.
—Siento hostilidad hacia ella, pero creo que eso es algo muy diferente. ¡Ella hizo que Pedro se volviera inseguro!
—¡Vamos, Paula, creo que es bastante dueño de sí mismo!
—Sí, creo que se empieza a recuperar. Ha cambiado desde el año pasado.
—¿En dos días? —preguntó Leonel riéndose.
—La gente cambia en segundos.
—Ya lo creo. Lo he visto. Por ejemplo, Chico. Tenía miedo de volver a México. Me costó mucho llevarlo a solicitar el visado, pero cuando salimos del edificio, parecía un pez en el agua. Fue muy tranquilizador saber que se iría con una sonrisa en los labios.
—Así es Pedro.
—Pensé que todo resultaría bien. ¿No te alegra que te haya convencido de venir?
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque sé que vosotros hacéis muy buena pareja. Y si yo puedo ayudar un poco, ¿por qué no he de hacerlo?
—Bueno, Pedro te admira bastante.
—¡Qué bien! Yo siempre trato de exponerlo a retos. Él es tan… Bueno, ¿vas a montar el pinto o no?
Paula se volvió y vio que Pedro se acercaba con una bandeja. Había oído lo que Leonel había dicho, y se apresuró a decir:
—¡No!
Cogiendo una de las tazas de humeante chocolate, Leonel repuso:
—¡No sé cómo puedes interferir en mis planes! He invitado a Paula especialmente para ver lo que podía hacer con el pinto, y tú la convences de que no lo haga. ¿Por qué?
—Bueno, simplemente no quiero que resulte herida —respondió Pedro con seguridad.
—¡Vamos, ella es bastante fuerte!
—¡Se trata de una dama, Leonel!
—Las mujeres más capaces que he conocido han sido damas, y por lo general tienen voces graves, y nunca las he oído gritar.
—¿A quién te refieres? —inquirió Paula.
—A mi madre. Es la mujer más voluntariosa que he conocido.
—¿Acaso la dejaste montar el pinto?
—Así es, pero estoy seguro de que los huesos de Paula sanarían antes que los de ella.
—¡Dijiste que el pinto nunca me tiraría! —protestó Paula.
—Bueno, es que se trata de un animal. A veces le gusta cabalgar bajo árboles muy bajos, si no tienes cuidado, podrías caerte.
—Ahora confiesas todo eso, porque sabes que le he prometido a Pedro que no lo haría.
Leonel saboreó su chocolate y dijo:
—Bueno, alguien tiene que hacer algo por ese pura sangre. Estoy seguro de que sería excelente para las carreras. Pero necesito que alguien le enseñe comportamiento básico.
—¿Por qué no lo haces tú mismo? Eres muy buen jinete.
—No tengo suficiente tiempo y, para serte franco, le temo.
Pedro y Paula soltaron una carcajada.
—Es verdad. Ayer oí dos ratones, y por un momento pensé que se trataba del pinto siguiéndome dentro de la casa.
—Bueno, veré lo que puedo hacer —ofreció Pedro.
—No, no permitiré que lo montes. Sólo con olfatearte se pone nervioso. Tiene que ser una dama.
Paula dejó su taza en la mesa y exclamó sonriendo:
—¡Priscila!
—Pero ella no es una dama —dijo Leonel de inmediato.
—¡Vaya, ese comentario no es muy caballeroso, Leonel! —repuso Pedro también con una sonrisa.
—Trata de hacerme actuar de un modo civilizado —se quejó Leonel a Paula.
—Lo separaron de su madre a una edad muy temprana —explicó Pedro con ironía.
—¡Ella fue la que me separó! —exclamó Leonel en el mismo tono.
—¿No salió nadie en tu defensa?
—¡No, hasta el juez de menores estuvo de acuerdo con ella!
—¿Qué diablos hiciste? —inquirió Paula con sorpresa.
—Bueno, yo…
—Recuerda que se trata de una dama —interrumpió Pedro a Leonel.
—¿Es que no puedo hablar de sexo con ella?
—No.
—Pedro, conoces a Paula desde el año pasado. Creo que ya es hora de que nos conozca realmente.
—Bueno, de hecho, «desde el año pasado», quiere decir, dos días. Por otra parte, ella no está tratando de investigar nuestra vida ni nada por el estilo.
—Bueno, de cualquier forma, mi madre es así, temperamental, terca, no escucha razones, y siempre te quiere probar. Además, tuve que ir a la escuela católica, ya que ninguna otra escuela me aceptó.
—Bueno, después de todo lo que hiciste no es de extrañar. Incendió un camión, un jeep y, finalmente, el coche nuevo de su padre —informó Pedro.
—¿Por qué hiciste todo eso? —preguntó Paula sorprendida.
—Bueno, siempre fui muy rebelde, y me opuse a la educación tradicional. Pero ya estoy reformado… ahora me he vuelto más curioso y hasta… —pero su conciencia lo traicionó y no terminó la frase.
—Sigue siendo el mismo —aseguró Pedro.
—Tuve que aprender de la forma más difícil. Verás, cuando era pequeño tuve problemas de salud. Tuve principio de dislexia, pero en esos tiempos no había tanta ayuda como hay ahora. Mis padres no se dieron cuenta, y no entendían por qué no podía hacer lo que otros niños hacían.
—Vaya, debió ser duro.
—Comprendí que nadie es perfecto, y que yo no era perfecto tampoco.
—Ésa es la razón por la que no te resulta difícil hacer amigos y expresar tus opiniones —observó ella.
—Así es —al decir eso, se puso de pie—. Bueno, creo que es hora de ir a dormir. Ya que te he confesado parte de mi vida.
—¡Vaya anfitrión! —repuso Pedro.
Leonel volvió a sentarse.
—Pero no te detengas por nosotros. Tienes nuestra aprobación para marcharte.
—¡No me sorprende! —dijo Leonel sonriendo y se incorporó otra vez—. Bueno, chicos, portaos bien, y si no podéis hacerlo, por lo menos sed discretos.
—Buenas noches —dijo Paula.
—Buenas noches —respondió él y le murmuró al oído—. ¿No te alegras de haber venido?
—Sí, me alegro mucho. Ahora vete a descansar.
—Buenas noches, Leonel —dijo Pedro enfático.
—Está bien, ya me voy. Sé muy bien cuándo no soy bien reci…
—¡Leonel! —exclamó Pedro desesperado.
Leonel se dirigió a la puerta lanzando una carcajada.
—Sois muy buenos amigos —comentó Paula cuando Leonel se hubo marchado.
—Sí, casi siempre —respondió Pedro y la cogió de la mano—. Vamos, te acompaño a tu habitación.
—¿Cómo sabes que ya quiero irme a dormir?
—Ya es hora.
—Sí, supongo que sí —aceptó ella poniéndose de pie.
Él la ayudó a levantarse. Cruzaron las habitaciones de la planta baja. En algunas se podía ver luz, otras estaban totalmente a oscuras. No se oía ningún ruido. Parecía que ellos eran los únicos que se encontraban en la gran mansión.
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