lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO 14
No había razón para negarse a tal petición. De hecho, ella deseaba que él la mirara tanto como él deseaba hacerlo, eso era suficiente.
Además, Pedro tenía razón, el jersey era lo suficientemente largo como para tapar sus caderas. Pero tenía que considerar que al levantarse y sentir el aire frío alrededor de sus piernas y de sus partes más íntimas, recordaría la forma en que Pedro la había calentado.
Lo hizo lentamente, después de algunos minutos de considerarlo. Sí, se aseguró de que Pedro tuviera la mirada puesta en ella.
Poco a poco bajó los pies y los puso sobre la mullida alfombra. Después se levantó y se dio cuenta de que el jersey no era tan largo, y además, no era suyo. Con desesperación, arrancó la manta de la cama y se cubrió como pudo.
—¡Me las pagarás, no es mi jersey!
Él se quedó mirándola con una sonrisa en los labios. Paula se sentó en la alfombra para tratar de proteger otras partes vitales mientras lo llamaba cretino.
Entonces, él se acercó hasta donde ella se encontraba y la besó.
Otro encuentro. Tal vez era verdad que se trataba de un extraterrestre. A ella nunca la había besado así ningún otro hombre. Claro, tampoco habían jugado con ella del modo en que Pedro lo hacía, ni mucho menos había estado en una situación similar, tratando de cubrir su cuerpo.
Él la siguió besando y le dijo con una carcajada:
—¡Vamos, date por vencida!
—¡Eres un malvado!
—Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Él la siguió besando, hasta hacerla gemir, fue entonces cuando dijo:
—Tengo que marcharme, si no… Es mejor que te vistas tú sola.
Paula no dijo nada, sólo se sentó en la cama y lo miró.
Él se incorporó y, metiendo las manos en los bolsillos, se dirigió hacia la puerta. Le echó una última mirada y dijo:
—Estaré sentado en el último escalón que da al pasillo.
Cerró la puerta y Paula oyó que sus pasos se alejaban.
Se levantó, sacó su ropa del armario y se dirigió al baño. Se duchó, teniendo cuidado de no mojarse el pelo. El agua caliente resultaba deliciosa.
Como ya conocía la casa de Leonel, había llevado unos vaqueros, unas botas y una chaqueta, y claro, un sombrero.
Cuando estuvo lista, bajó la escalera. Pedro estaba allí, donde le había dicho. Al mirarla, protestó:
—¡Te has cambiado!
Ella lanzó una carcajada. Pedro no la dejó pasar, diciéndole que tenía que pagar una multa para poder cruzar el umbral.
Por fin salieron y admiraron los muñecos de nieve que algunas personas habían hecho.
Una mujer se quejó:
—¡Vaya! ¿Ésta es la clase de nieve de Texas? No se puede hacer nada, es tan… blanda. La mejor nieve para hacer muñecos es la que cae en Ohio.
Después de un momento, se dirigieron al establo. Ensillaron un par de caballos y empezaron a cabalgar, admirando el blanco paisaje que empezaba a derretirse. Como Pedro conocía el territorio a la perfección, Leonel pudo dedicarse a lo suyo.
Paula miró a su alrededor. Pedro se dio cuenta y le preguntó:
—¿Acaso crees que trato de que te pierdas para después obligarte a pasar la noche con un hombre malvado y libidinoso?
—Sí.
—No hay nada peor que una mujer inteligente.
—¿Por qué no has traído al pinto? —inquirió ella.
—Es lo que todos deseaban, y trataron de engañarme cubriéndolo con una manta para que no lo reconociera, pero de ningún modo conseguirán que monte ese condenado pinto.
—Montas bien. ¿Aprendiste en Ohio?
—Me hicieron montar un caballo indomable, el pinto. En realidad no sabía nada de caballos hasta hace cuatro años. No fue fácil, los rancheros de por aquí son muy bromistas.
—¡Es un milagro que no te tirase!
—Bueno, ya me habían enseñado cómo caer. Con un pretexto u otro me dieron algunas técnicas para ser usadas en caso de caídas. Y después, me hicieron montar el pinto. Tuve una caída, pero caí bien y sólo cojeé un poco.
—Pero tú fuiste el único que lo hiciste saltar la valla.
—Como ya te he dicho, ese condenado caballo hace lo que se le viene en gana. Nunca sabré por qué saltó la valla, lo único que sé es que lo hizo y yo, milagrosamente, aún estaba sobre la silla.
—¡Vaya, como tú dices, los rancheros de por aquí tienen un sentido del humor muy especial!
—Pero en el fondo son buenos compañeros. También he sido testigo de buenos detalles.
—Se han ganado tu afecto.
—Ya conoces a Leonel, es un hombre muy especial, y me gustaría seguir con él. Es muy justo y el dinero no es su prioridad. Y siempre lo comparte con sus amigos.
—¿Cómo te pudiste involucrar con Priscila, sabiendo todo eso que sabes sobre la vida?
—Aún no te conocía.
Ella lo miró furiosa, pero él no la veía, su mirada estaba fija en el horizonte.
—¡Mira qué colores! Antes no sabía apreciarlos, hasta que mi hermana Carolina decidió estudiar arte. Un día de verano, ella se encontraba pintando y yo me acerqué con curiosidad. Entonces me dijo todos los secretos del color.
—¿Es pintora?
—Sí y muy buena. Ahora vive en Chicago. Se casó con un policía retirado que escribe novelas de terror.
—¡Qué contraste!
—Creo que hay un equilibrio.
—¿Crees que lo hay entre nosotros?
—Claro.
—¿De qué manera?
—A los dos les caigo bien —dijo él sonriendo.
Ella soltó una carcajada, y por primera vez se dio cuenta de lo feliz que la hacía sentirse Pedro.
Después de cabalgar bastante, llegaron a un molino. Al otro lado, había un establo, y dos caballos se encontraban allí.
Dos hombres salieron de la cabaña y preguntaron amistosos:
—¿Estáis bien?
—Sí —respondió Pedro. Se trataba de Nicolas y Julian.
—Nos disponíamos a comer. ¿Queréis acompañarnos? Es vuestra oportunidad de ver cómo comen los cowboys.
—¿Qué vais a comer? —preguntó Paula.
—¿Es que hay algo más que alubias? —repuso uno de los hombres.
Los ayudaron a desmontar y en especial, a Paula.
—Disculpadme un momento mientras me encargo de los caballos —dijo Pedro.
Los vaqueros y la chica entraron en la cabaña. Paula se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo.
La cabaña consistía en una gran habitación con una cocina de hierro en el centro, una mesa y bancos alrededor.
Los dos hombres la llamaron «señorita». Paula recordó que Pedro no los había presentado, y se preguntó por qué.
Entonces cerraron la puerta, ella se asustó un poco, pero casi de inmediato Pedro la abrió de una patada.
—Perdona, no te habíamos visto —se disculparon los dos hombres, y dirigiéndose a Paula le preguntaron—. ¿No tienes frío?
—Bueno, en realidad no cerramos con llave —agregó uno de ellos—, lo que pasa es que la puerta tiende a cerrarse.
El otro dijo:
—¿Te quedarás a pasar la noche, preciosa? Contigo en medio de Nicolas y yo, no pasaremos frío.
—Ya es suficiente, muchachos —dijo Pedro con seriedad.
Ellos soltaron una carcajada.
—Siéntate. Mira, podemos mover la mesa, Julian usará la cama, y estoy seguro de que Pedro querrá sentarse en tu regazo.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —inquirió ella.
—Casi veinticuatro… horas. Ya sé que crees que vivimos aquí, pero en realidad vinimos antes de la tormenta. Sólo hemos venido para comprobar que el ganado estuviera bien. Come un poco de pan, lo he hecho yo mismo, no es tan malo.
—¿Por qué te has alejado tanto de la casa con este salvaje? —intervino Julian—. Pedro es un hombre peligroso con una mujer sola. Está oscureciendo, y por lo general, se convierte en lobo…
—¿Y falta mucho? —inquirió Paula.
Los dos hombres soltaron una carcajada.
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CAPITULO FINAL
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