lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO 1
Todo empezó justo antes del año nuevo. Pedro Alfonso, que era el consejero financiero de Leonel Covington, lo había acompañado en un viaje de negocios a San Antonio.
Además de trabajar juntos, los dos hombres eran buenos amigos.
Los dos eran altos y corpulentos. Pedro era un poco más bajo que Leonel y su cabello era un poco más oscuro que el de él. Por otra parte, mientras Leonel era extrovertido, Pedro prefería observar.
Un día, se encontraban en una reunión de accionistas, que deseaban el dinero de Covington para especular.
Pedro sólo escuchaba y tomaba notas. Ante tal actitud, los dos negociantes prefirieron conversar con Leonel.
Después de hablar durante algún tiempo, Leonel y Pedro se pusieron de pie, asegurándoles que pensarían en sus proposiciones. A los vendedores no les quedó otra opción que despedirse con cortesía.
Al salir del edificio, Pedro comentó:
—Son unas «ratas».
—Lo sé. Pero ha sido interesante. Hay mucho que aprender de la forma en que estas personas operan. Te aseguro que me alegro de tener un fideicomiso.
—Sí —respondió Pedro un poco taciturno.
En realidad, Leonel estaba algo preocupado por su amigo.
Después de pensárselo bien, dijo al fin:
—Pedro, tengo que recoger una cosa en la otra calle.
Se dirigieron hacia una elegante tienda del hotel Menger en la plaza Álamo. La gente que se encontraba allí se rió de buena gana cuando Leonel gritó:
—¡Ya estoy aquí! ¡Es mejor que observen con cuidado, no vaya a ser que deseen regalarme lo que he venido a comprar!
A Leonel se le daba muy bien regatear, y por lo regular, conseguía lo que deseaba.
Después de que la encargada de la tienda le enseñó varios modelos de vestidos, él eligió un escandaloso modelo rojo de cóctel.
Regresaron a su lujoso coche y se dirigieron hacia un vecindario del noroeste de la ciudad.
Por fin, aparcó frente a una casa de tamaño mediano. Salió del coche y le dijo a Pedro:
—Volveré enseguida —después subió una pequeña escalinata hasta la puerta y llamó.
La puerta se abrió y Leonel le ofreció el vestido a la joven que había abierto. Ella soltó una carcajada y lo rechazó.
Entonces Leonel llamó a su amigo:
—¡Pedro! ¿Podrías venir un momento?
Leonel nunca ordenaba, siempre «pedía favores», como todo un caballero.
Pedro no deseaba conocer a esa mujer, pero ¿qué se suponía que iba a hacer, negarse a una petición de su jefe?
Además, era curioso ver que una mujer no aceptara un regalo de Leonel. Con lentitud, Pedro bajó del coche y se dirigió hacia donde se encontraba la pareja.
Con su acento tejano, Leonel los presentó:
—Paula, él es Pedro Alfonso, de Ohio.
Se trataba de una chica bastante guapa. Llevaba pantalones vaqueros, una blusa remangada, y el pelo le caía sobre los hombros de manera descuidada.
Leonel continuó hablando:
—Cree que sólo me interesa su cuerpo, y que deseo regalarle este vestido por mis propios motivos, para que lo luzca en mi fiesta. Por favor, ¿Podrías sacarla de su error?
—La verdad es que Leonel está organizando una fiesta para muchas personas a las que debe invitaciones, y le gustaría tener por lo menos una invitada que no desee nada de él —mintió Pedro.
—Así es —repuso Leonel complacido, y preguntó—: ¿Vas a ir tú, Pedro?
—No creo.
—No quiere entender que asistir a una fiesta es lo que necesita para olvidarse de sus problemas, y para evitar problemas venideros.
—¿Por qué? —inquirió ella.
—Resulta que el señor Covington es mi jefe —respondió Pedro.
Ella se rió divertida.
Pedro regresó al coche preguntándose por qué la mujer no invitaba a su importante jefe a pasar.
Pero así fue. Leonel continuó hablando y hablando, eso se le daba muy bien. Un suspiro escapó de la garganta de Pedro al pensar en las cosas que su amigo lo había obligado a hacer.
En una ocasión, habían dado de comer a un perro salvaje con sus propias manos. Otra vez, se habían colgado de una viga mientras pasaba el tren. También habían montado un toro… Todas, cosas bastante estúpidas.
Pedro se preguntaba si Leonel también hacía ese tipo de cosas con las mujeres.
Después de un largo rato, Leonel regresó al coche sin el paquete. Era cuestión de tiempo convencer a cualquiera.
A pesar de lo mucho que lo irritaba a veces, Pedro también se daba cuenta de que todo ese tiempo, era como un entrenamiento para él, y eso que Leonel sólo era un año mayor que Pedro, y para su pesar, mucho más inteligente.
Así que… la fiesta que Leonel ofreció para el año nuevo, fue bastante concurrida, incluso por Pedro, quien vestía un esmoquin, y quien, por cierto, ignoraba el porqué de su decisión de asistir… ¿por obligación?
La casa de Leonel se encontraba lejos de todo. Desde allí, hacia cualquier dirección, lo único que se podía ver era Texas. Árboles, cactus, y grandes extensiones de pasto reseco debido al invierno.
Era tan diferente de Ohio.
Pero todo pertenecía a Leonel, el afortunado Leonel.
La casa había sido un regalo de su madre, y su padre le había dado el dinero en efectivo para fundar su empresa.
¡Tal vez lo habían hecho sólo para alejarse de él!
Mirando a Leonel, quien, a pesar de tener sólo un año más que él parecía mucho mayor, Pedro pensó en la facilidad que tenía Leonel para convencer a la gente de hacer lo que él quería que hicieran. Tal vez se trataba de algo genético.
La mujer que vestía el escandaloso vestido rojo, había sido la única persona a la que Leonel había tenido que persuadir para que fuera a su fiesta. ¡Era especial! Reía y coqueteaba con todo el mundo, ataviada con el provocativo vestido que Leonel le había comprado.
Casi todos los invitados eran amigos de Leonel Covington.
Celebraban el año nuevo juntos. La mayoría eran casados y… allí estaba, Pedro Alfonso.
La noche era aún muy joven, y Pedro deseaba estar en casa, frente a la chimenea, con una copa de buen brandy y un buen libro… solo.
Un camarero pasó y Pedro cambió su vaso, pero fue Leonel quien le ofreció un plato lleno de canapés.
—¡Come, come! —le dijo—. No quiero que mi consejero financiero se exceda ni que se le suban demasiado las copas. Sería muy mal ejemplo.
Pedro miró a su jefe sin decir nada. Realmente, Leonel era un hombre muy apuesto, alto y fornido.
Era una fiesta muy concurrida, la casa se encontraba situada en el centro de una especie de oasis en medio del desierto, rodeada de cactus y variedades de plantas de desierto.
Todos sus invitados se quedarían el fin de semana, y había espacio para todos.
Pedro deseaba estar solo, parecía que el año nuevo no le traería recuerdo alguno de su ex novia, Lucila. Poco a poco la iría olvidando hasta que sólo fuera una sombra en su recuerdo.
Pedro dejó el vaso en la mesa. Cruzó la sala principal y se dirigió hacia la extensa biblioteca. Entró y cerró la puerta.
Había una chimenea y varios sillones invitándolo a disfrutar del fuego, que era la única iluminación. Al otro lado, había una licorera rodeada de vasos pequeños. ¡Justo lo que deseaba! Cogió uno de los vasos, se sirvió un poco de brandy y se sentó frente al fuego.
Pudo ver a Lucila entre las llamas. ¡Qué apropiado! Su rubia cabellera flotaba y ella se reía como burlándose de él. En ese momento se dio cuenta de que la risa que había oído provenía del pasillo. Furioso, lanzó el contenido de la copa al fuego. Después volvió a dejar el vaso en su sitio.
Por un momento, Pedro escuchó el bullicio proveniente de afuera, las voces femeninas y el entrechocar de las copas.
Parecía como si una multitud invadiera la tranquilidad de la casa de su amigo.
Caminó por el gran espacio de la habitación, se acercó a la ventana y levantando la cortina, fijó la mirada en la noche. Era una noche despejada. Poco a poco, empezó a notar las estrellas.
Sus pensamientos se remontaron a los orígenes del universo, ¿cómo era posible que existieran tantos y tan variados planetas, algunos de los cuales se encontraban dentro de nuestro sistema solar?
¿Y las otras formas de vida? Era imposible que los humanos pudieran ser los únicos seres vivos del universo. ¿Y él? ¿Por qué había nacido en ese planeta? ¿Por qué era consciente de su propia existencia?
Se preguntaba si valía la pena.
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CAPITULO FINAL
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