lunes, 1 de enero de 2018
CAPITULO FINAL
Habiendo crecido en una familia tan grande como la de Pedro, Paula no se sintió incómoda entre la gran familia de su marido. Era como estar en su propia casa. La boda de Pedro y Paula había sido un gran acontecimiento y una gran reunión familiar. Después los recién casados se fueron de luna de miel.
Pero la fiesta continuó hasta el día siguiente. Los Chaves y los Alfonso habían hecho buenas migas.
El flamante matrimonio sólo tardó tres días en llegar a la conclusión de que compartirían su existencia durante el resto de sus vidas.
Y como dice el cuento, «vivieron felices por siempre jamás».
CAPITULO 26
Lucila era toda una mujer. Paula se sintió como una chiquilla, que finalmente era aceptada en el mundo de los adultos. Los hombres regresaron y Pedro se acercó a Paula y le dio un beso.
Después se volvió a Lucila y le dijo:
—¿No es como te dije?
Lucila soltó una carcajada y dirigiéndose a Paula, repuso:
—Yo le dije a Pedro hace como una año que eras perfecta para él, y ahora él presume de haberte encontrado.
Paula parpadeó, sorprendida por tal comentario.
—Bueno, ¿nos disculpas un momento? —repuso Pedro—. Tengo que enseñarle algo a Paula.
Él la cogió de la mano, y juntos se dirigieron hacia la biblioteca.
En el pasillo, ella protestó un poco, pero él no la liberó, la cogió en brazos y la llevó hasta la biblioteca.
Entraron y Pedro cerró la puerta con llave. Paula inquirió:
—¿Qué hacemos aquí?
—Bueno, deseo estar a solas contigo. Le pedí a Fred un poco de café, brandy y galletas.
—Lucila es toda una dama.
Él sonrió.
—Sospecho que tiene los mismos principios morales que un gato callejero, pero sabe disimularlo perfectamente —añadió Paula.
—¡Vaya, creo que estás progresando! —repuso Pedro soltando una carcajada.
Ella no dijo nada, sólo miró alrededor y después se mojó los labios con la lengua con un gesto muy sensual.
—Ven, quiero que me enseñes qué hay detrás de la hoja de parra de Adán. Desde que la viste, he tenido curiosidad.
—Puedes hacerlo tú.
—Sí, pero quiero que lo hagas tú.
—No, ve tú mismo y compruébalo.
Él la agarró del brazo.
—Quiero que lo hagas tú —insistió.
—Si lo hago, después tendrás que dejarme mover la tuya.
—¡Vaya, eres un peligro para cualquier hombre que trata de ser cuidadoso!
—¿Cuidadoso? ¿Pidiéndome que haga eso?
—Está bien, yo mismo lo haré.
Paula se sentó y Pedro se dirigió al cuadro. Debajo de la hoja de parra, había otra igual.
—Me siento rejuvenecer —comentó él.
—¿Ya lo has visto? ¿A qué te refieres?
—Volvemos a donde empezamos.
—Creo que somos distintos a las personas que se encontraban aquí hace tres días —repuso ella.
—Aún no estaba enamorado de ti.
—Pero yo sabía que estabas aquí. Te seguí.
—¡Tramposa! ¡Y fingiste que te sorprendías al verme!
—Bueno, era parte del plan.
—¿Quieres venir a mi habitación ahora mismo?
—No, creo que necesitamos relajarnos para evaluar este fenómeno.
—El día ha llegado a su fin —dijo él y la levantó del sillón sin ningún esfuerzo—. Como ves, algunos hombres son más fuertes que otros.
—¿Es esto una muestra de tu comportamiento irrazonable?
—Aún no, pero estás muy cerca de presenciarlo.
Después de decir eso, la llevó a su habitación, la desnudó y le hizo el amor muy, muy lentamente. Cuando ambos estaban saciados, le preguntó:
—¿Crees que ahora me puedes decir con seguridad que me amas?
—Sí.
CAPITULO 25
Por fin se arreglaron y bajaron al comedor. Todavía llegaron a tiempo para la cena, por desgracia, Lucila se sentó al lado derecho de Pedro, y Leonel al lado de ella.
A Paula no le gustó mucho la idea, pero no dijo nada. Prefirió hablar con Pedro y dedicarse a saborear la deliciosa cena.
Pedro se volvió hacia ella y comentó:
—Lucila me preguntaba por tus hermanas.
Paula se volvió hacia la mujer en cuestión.
Lucila era muy guapa, su maquillaje era perfecto y llevaba el pelo de tal forma que ningún hombre se sentiría intimidado a la hora de despeinarla.
Lucila le sonrió y repuso:
—Conozco a tus hermanas mayores. Siempre las he envidiado, yo soy hija única. Ellas siempre se divertían, jugaban juntas, siempre pasaban buenos ratos. Nunca llamé su atención. Yo deseaba ser su amiga, pero ellas no necesitaban a nadie más.
Paula no acertaba a decir nada. Ahora resultaba que ella les tenía envidia a sus hermanas, que a su vez la envidiaban a ella. ¡Qué ironía! Paula dijo:
—Ellas pensaban que tú eras tan guapa y segura de ti misma, que no necesitabas a nadie más.
—Todos necesitamos a alguien —dijo Lucila con seriedad.
Algunos de los comensales oyeron la conversación y añadieron comentarios. Hablaron de la amistad y del amor.
Paula estaba sorprendida al escuchar que todos en cierta manera se habían sentido solos. Entonces se dio cuenta de lo afortunada que había sido de nacer en su familia, donde siempre había contado con el apoyo y la compañía de personas a las que realmente les importaba.
—Mi familia también está muy unida —agregó Pedro—. Son los Alfonso, de Ohio.
Paula comprendió que también compartían esas experiencias.
Cuando terminaron, como de costumbre, los hombres pasaron a la otra habitación, donde se les serviría café y licores. Las mujeres se quedaron haciendo sobremesa.
Lucila pudo hablar a solas con Paula:
—Sé muy bien por qué montaste al pinto. Pero no tienes ningún motivo para preocuparte por mí. Pedro te ama.
—Hizo el amor contigo —repuso Paula como una chiquilla.
—En realidad no, sólo practicamos el sexo —replicó Lucila.
—Creo que siente mucha nostalgia de vuestra relación. Él ha sufrido por ti.
—Soy mayor que él. Una de sus primeras aventuras. Fue conveniente. Él es todo un caballero, y sintió que debía responderme como tal, pero en realidad mis sentimientos hacia él no eran tan intensos.
—¿No lo amabas?
—En ese tiempo, yo no tenía a nadie más. Él fue muy bueno conmigo. Jugábamos al bridge, montábamos, siempre ha sido un gran compañero.
—Pero… si no te importaba, ¿por qué lo… utilizaste todo ese tiempo? ¿Por qué no le confesaste tus verdaderos sentimientos?
—Bueno, yo se lo presenté a Leonel. Pedro y yo nos conocemos desde hace varios años. Los dos caímos en esa especie de aventura. Y como te he dicho, fue conveniente en ese tiempo. Pedro aún no te conocía.
—¡No podía verme porque tú estabas ahí, acaparando toda su atención!
—Él es un hombre bastante arraigado a las costumbres, y se sentía responsable de mí por el sólo hecho de que andábamos juntos. Leonel dijo que tú estabas enamorada de él, así que decidí terminar la relación. Creo que estáis hechos el uno para el otro, y además, él te ama de verdad.
—¿En tan poco tiempo?
—Curiosamente, sí —respondió Lucila con una sonrisa muy melancólica. Paula se dio cuenta de la gran tristeza que había en su mirada.
CAPITULO 24
Paula estaba lista, salió de la casa con el sombrero bien asegurado bajo su barbilla. Se había puesto unos vaqueros y un jersey. También llevaba una chaqueta y botas de cuero.
En ese momento se estaba poniendo los guantes de montar.
La nieve se derretía y el suelo estaba un poco enlodado. Aún había montículos de nieve, pero pronto desaparecerían.
Soplaba una fresca brisa que se sentía muy bien sobre el rostro, el día era bastante prometedor.
Muy seria, Paula esperó a que Patricio le llevara el caballo.
Sabía muy bien que según se comportara, sería la respuesta que obtendría. Era cortés, considerada y compasiva; las tres «C» que una mujer debía tener.
Pero en ese momento no sentía nada de eso. Miró a Patricio y le indicó que le diera las riendas del animal.
Él no lo hizo. Esperó a que ella lo montara y fue entonces cuando lo hizo.
—Gracias.
—¿Está bien la silla?
—Sí, creo que lo has hecho perfectamente —respondió ella.
—Ten cuidado —le advirtió él.
—Ponte a un lado —se impacientó la chica.
Patricio obedeció y le abrió paso.
Hay algo en la determinación de las mujeres, que hasta los animales advierten. El pinto caminó por donde Paula le indicó con su consabida elegancia. Ella no permitió que la desobedeciera.
Se dirigió hacia donde se encontraban los obstáculos, fue entonces cuando vio que Pedro se acercaba a ellos. Antes de que pudiera alejarse, Pedro cogió las riendas del caballo sin temor alguno y paró en seco al animal.
El caballo trató de sacudir la cabeza, pero Pedro ni siquiera le permitió ese movimiento. Miraba a Paula fijamente.
Después de un momento, le dijo en voz alta:
—Realmente entiendes de caballos.
Pero estaba furioso. Pedro podía engañar a todos, pero no a Paula.
—Suéltalo —dijo ella retándolo—. Vamos a saltar los obstáculos.
—Permíteme.
—Ya he tomado mi decisión.
—Será por encima de mi cadáver —dijo él entre dientes.
Pero Paula lo entendió perfectamente.
—Si es necesario… —respondió ella altanera.
El caballo trató de liberarse, pero Pedro lo aquietó con un ademán, después, con una sonrisa pero con gran firmeza, se volvió hacia Paula y le dijo:
—Bájate.
Ella no pudo negarse. Sabía que de no hacerlo, dejaría en ridículo a Pedro y eso era lo último que deseaba hacer.
Entonces, él la cogió de la mano y le dijo amenazador:
—Podría estrangularte. Hablaremos de ello más tarde.
—Tal vez —repuso ella con ironía.
Después se volvió y se dirigió hacia la casa. Desde allí, lo miró.
Pedro había montado al pinto y lo volvía a llevar a donde debía estar, el animal protestó todo el camino. Pedro trataba de hacerlo comprender, pero era inútil, el caballo parecía sentir cierto desagrado por él.
Una mujer salió por otra puerta. Vestía ropa de montar. Era muy guapa. Paula la reconoció de inmediato, se trataba de Lucila.
Ella se dirigió hacia donde Pedro se encontraba. Una vez allí, pareció hablarle al caballo. Pedro dijo algo con irritación.
Ella levantó el rostro y cogió las riendas del animal, entonces Pedro hizo un ademán de desaprobación, y se negó a lo que ella parecía haber pedido.
Lucila continuó hablando con el animal, a quien le parecía agradar bastante.
Leonel apareció. Los huéspedes a veces podían convertirse en una plaga. Trató de hablar con Pedro.
Comenzó una discusión. El animal empezó a inquietarse, pero Lucila parecía tener el poder de tranquilizarlo. ¡No sólo atraía a los hombres, sino también a los caballos! Era duro para Paula.
Paula se dirigió a su habitación y se dispuso a hacer la maleta.
No se dio cuenta de que Pedro la miraba desde la puerta.
Pudo oír los vitoreos de los hombres afuera. Sabía que Lucila se las había arreglado para montar al pinto y para hacerlo saltar, además parecía tener un control absoluto sobre el animal.
Entonces se dio cuenta de que Pedro estaba allí. Lo miró con frialdad y continuó con lo que hacía.
—¿Adónde diablos crees que vas? —preguntó él enfurecido.
—Lejos.
—¿Vas a tu casa?
—No.
—Entonces, ¿adónde?
—Te dejaré la dirección —respondió ella furiosa y siguió haciendo la maleta.
Entonces él perdió el control. Se dirigió hacia ella, la agarró de las muñecas y la zarandeó. Los rostros de ambos estaban enardecidos y su respiración también estaba bastante alterada.
—¿Cómo te atreves? —exclamó ella.
—¿Cómo te atreves tú? ¿Qué diablos te pasa? ¿Por qué te has atrevido a montar al pinto cuando creo que los dos estábamos de acuerdo en que no lo harías? ¿Por qué demonios cambiaste de opinión para hacer algo tan tonto como eso?
—¡Suéltame!
Así lo hizo, pero siguió con su interrogatorio.
—¡Contéstame!
—¿Es que no te imaginas por qué?
—Si fuera así, no habría venido a pedirte una explicación. Ahora, quiero que te sientes, te relajes y me digas qué ocurre. Y créeme, más vale que tengas una buena razón para haber hecho lo que hiciste.
—Yo no tengo por qué explicarte nada. Soy una persona libre. Ya soy mayor de edad y puedo hacer lo que me dé la gana. ¡Y no me amenaces! ¡Apártate!
—¡No!
Ella parpadeó. Pedro parecía estar un poco más calmado, aún estaba molesto, pero parecía haber recuperado el control. Ella lo admiró por eso.
Pero aún estaba furiosa. Prefirió no decir nada y se ocupó otra vez de su equipaje.
—¿Es que te ha pedido alguien que te marches?
—No —respondió ella. ¿Cómo podía ser tan estúpido?
—Entonces, ¿por qué estás tan furiosa y te estás preparando para marcharte?
Ella no dijo nada.
—¿Te ha ofendido alguien?
—Sí. Adivina quién —dijo ella con ironía.
—Dime quién ha sido y yo lo arreglaré.
—Ya lo has hecho.
—¿Ya he hecho qué?
—Ya has arreglado todo. Nosotros. Tu vida. Al pinto, y claro, a Lucila —al decir eso, cerró la maleta olvidándose de su combinación de satén.
—¿Qué tiene que ver Lucila con que estés enfadada y con que hayas montado al pinto?
Ella lo miró. Sentía ganas de golpearlo. ¿Era posible que aún no entendiera, o sólo fingía no hacerlo? Paula continuó:
—Bueno, ¿qué haces tú aquí y Lucila montando al pinto abajo?
—Porque tú desapareciste y yo deseaba saber la razón por la que arriesgaste tu cabeza montando ese animal, cuando yo te había advertido que no lo hicieras. ¿Por qué cambiaste de opinión?
—En el mismo instante que oíste el nombre de Lucila, te levantaste y corriste a buscarla, ¿o no?
—Bueno, me disculpé antes de marcharme.
—¡Y corriste hacia ella!
Él la miró muy extrañado y le preguntó:
—¿Paula, estás celosa?
Ella no sabía qué decir. Quiso negarlo, pero hubiera sido muy estúpido; con la respiración acelerada, la chica exclamó:
—¡Sí, mucho! —al decir eso, las lágrimas brotaron de sus ojos. ¡Qué humillación!
—¡Cariño! ¿Cómo puedes sentir celos de ella? —él se acercó y trató de rodearla con sus brazos.
Ella se sintió peor. Se volvió y cogió la combinación de satén que estaba sobre la cama para enjugarse las lágrimas.
Sabía que Pedro era un caballero y sólo trataba de consolarla porque no le gustaba ver llorar a las mujeres. Por otra parte, sabía que sus ojos y su nariz estarían irritados, y cuando Pedro la mirara, se sentiría horrorizado.
Él le dio su pañuelo y le dijo con ternura:
—¡Vamos, cariño, no llores!
Cogió el pañuelo y se dirigió hacia un sofá que daba hacia un gran ventanal. La vista era espectacular, ¿cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes? Bueno, tampoco ahora la disfrutaría.
Pedro no se acercó, pero ella se dio cuenta de que estaba haciendo algo, sí, estaba sacando su ropa. De reojo, notó que sacaba «el vestido», y lo colgaba con sumo cuidado en el armario. Después, cogió la maleta vacía y la puso encima del armario.
Ella se volvió. No quería que Pedro se diera cuenta de que lo había observado.
Él se acercó al sofá donde ella se encontraba y se sentó a su lado. Ella se sentía apenada. No quiso moverse para que él estuviera más cómodo. No tenía ninguna razón para procurar que se sintiera bien.
Él rodeó los delicados hombros con un brazo, pero ella hizo un movimiento que denotaba desaprobación.
—¿No me vas a perdonar por haber sido amable con una vieja amiga? —dijo él casi en un murmullo.
—De momento, no.
—Bueno, nadie es perfecto. Tienes que comprender que algunas veces, yo también soy irrazonable.
—¿Acaso tratas de insinuar que yo soy irrazonable también? —preguntó ella con indignación.
—No, sólo quiero que te des cuenta de que no soy perfecto. Nadie lo es.
Ella no dijo nada.
Ahora se daba cuenta de que en realidad no le había dado ninguna oportunidad de explicar su proceder, y tampoco ella le había explicado la razón de su actitud. Suspiró sin poder decir nada más.
—Bueno, creo que he recuperado el control —dijo él fingiendo seguir el tonto juego del extraterrestre—. Ahora estoy listo para que me expliques el significado del sexo en tu especie. Necesito esa información. Es crucial.
—¿Ahora? —preguntó ella volviéndose. Su nariz estaba enrojecida, al igual que sus ojos.
—Sí. Eres mucho más atractiva que cualquier otro de los humanos que nos rodean.
—¡Sí, sobre todo ahora! —se quejó ella.
—No comprendo el significado de tus palabras.
—Idiota.
—¿Cuál es la definición de «idiota» con exactitud? Espera, ya tengo la respuesta, significa «persona que muestra graves deficiencias mentales y necesita constante cuidado». ¿Ves? Tienes que cuidarme, y enseñarme el significado del sexo. Creo que es una de las funciones más importantes para relajar el cuerpo del hombre, y mi cuerpo no está relajado en lo más mínimo.
—Pedro, ¡basta!
—¿Detener el progreso?
Entonces, ella lo besó, y se quedó sorprendida por su acción. Pedro la tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza. Después la cogió en brazos, se puso de pie y se dirigió hacia la cama. Una vez depositada allí, dijo:
—En el manual dice «póngala sobre la cama». ¿Lo he hecho bien?
—Con cariño.
—Con cariño y sumo cuidado —agregó él y se dirigió a la puerta para cerrarla, después empezó a quitarse la ropa y comentó—: Estas cosas son muy incómodas, ¿por qué los humanos las inventaron? Ah, sí, ya recuerdo, todo empezó en el jardín del Edén.
Él también le quitó la ropa a Paula y comparó los cuerpos.
Estaba fascinado. Hizo algunas bromas acerca de las diferencias de sus pechos, y sobre todo de sus genitales.
—Debo regresar al manual, aunque debo confesar que no alcanzo a comprender la parte donde explican «sexo», creo que es un poco ilógica, ¿tú no lo crees así?
Pedro hizo toda clase de comentarios tontos al respecto.
Hasta sacó uno de los preservativos que llevaba y lo infló, después lo soltó y se rió ante lo sucedido.
—Estoy empezando a creer que el extraterrestre es real —comentó ella cansada de oír tantas tonterías.
—Tan real como cualquier otra persona que hayas conocido en tu vida, y te amo, «copito de mantequilla».
—Mi pelo es castaño.
Él examinó el cabello de Paula.
—¿Esto es castaño? Pensé que era rubio. Todavía me confundo un poco con las palabras. Aprender tan complicado idioma es difícil. El nuestro es más directo.
Ella se armó de paciencia, y hasta hicieron el amor de la manera que él lo indicó. Pero dio resultado, fue placentero y satisfactorio. ¡Fue maravilloso!
Él se movió de diferentes formas, y le hizo sentir cosas que ella nunca había sentido. Obviamente, ella lo interrogó acerca de dichas técnicas.
—Está en el manual —repuso él—. Recuerda que el mío es un poco diferente al tuyo.
—Pamplinas.
—¿Tienes hambre? Pero no es la hora del desayuno, ni de la comida, ¿acaso te apetece un poco de sexo?
Ella no dijo nada.
Y Pedro hizo lo que quiso con ella.
Cuando ambos yacían casi inertes después de haber hecho el amor varias veces, él dijo:
—Tenemos que recuperar las energías.
—Estoy de acuerdo —corroboró ella.
—¿No te arrepientes de haber sacado conclusiones precipitadas? ¿Es que no confías en mí?
—Estaba celosa.
—¿Cómo es posible?
—Hace sólo tres días ibas a pasar el año nuevo de luto, recordando a Lucila.
—Aún no te conocía. ¿Cómo iba a saber de ti antes de aterrizar en este planeta? Se supone que deberías estar en Orión, en el cuerpo de una avispa.
—Uggh…
—Con pestañas largas.
—Nunca había estado celosa.
—No hay razón para estarlo.
—Bueno, te levantaste y fuiste a buscarla como sí estuvieras hipnotizado.
—Bueno, se trata de una conocida. Si la hubiera ignorado, estoy seguro de que hubieras criticado mi actitud.
Y ella sabía que tenía razón.
—No tienes motivo alguno para estar celosa de ninguna mujer o cualquier otro tipo de criatura en todo el universo. ¡Te amo, Paula Chaves! Y serás mi esposa una vez que te acostumbres a la idea, y vamos a vivir felices para siempre, hasta que el destino nos separe. Y claro, tenemos que ser amables con todos.
Paula sabía que se refería a Lucila, quien en otro tiempo se había llamado Priscila. Dando un suspiro, aceptó:
—Lo sé.
—Déjame bañarte.
—Aún no.
—¿Ves? Eres celosa y egoísta. ¿Tienes algún otro defecto?
—Sí.
—Vaya, veo que no va a ser fácil para mí. ¿Cómo es posible que tus padres hayan dejado toda tu educación en mis manos? Debieron enviarte con Saul y Felicia cuando eras más joven, y yo hubiera podido trabajar en tu desarrollo sexual al mismo tiempo.
—¿También tienes quejas acerca de mi comportamiento sexual?
—Titubeas mucho para tocarme, es como si temieras que algo malo pudiera ocurrir.
—¿Ya se ha ido el extraterrestre? —inquirió ella.
—¿Qué extraterrestre?
—¿Recuerdas haberme hecho el amor?
—¿Cuándo?
—Hace un momento.
—¿Quieres decir que has utilizado mi cuerpo sin siquiera decírmelo?
—Sí.
—¿Y, cómo he estado?
—Maravilloso.
—Qué bien. Ahora creo que lo mejor será ducharnos y vestirnos. Ya casi es la hora de la cena.
—¿Y la comida?
—Creo que seguimos un horario diferente. En la casa han servido la comida hace algunas horas, mientras jugabas con mi cuerpo. Dudo mucho que oyeras la campana.
—Así es, no oí nada.
—Hemos desayunado tarde y no hemos comido. ¿Qué pensarán de nosotros?
—Sobre todo de ti. Tu habitación ha estado vacía todo el tiempo.
—Les dije dónde estaría, por si había llamadas importantes.
Ella se quedó boquiabierta.
—¿Acaso era un secreto? —preguntó él con inocencia.
—Deberías haber sido más discreto.
—¡Oh, si lo hubiera sabido! Pensé que no te importaría que supieran dónde he dormido la mayor parte del tiempo.
—Qué más da. Te dije que vine especialmente para conocerte.
—Un hombre elige a una mujer como un granjero una manzana.
—¿Acaso no te parece bien?
—Creo que me has dicho que ya hemos hecho el amor, ¿verdad?
—Mmm-hmm.
—Entonces creo que es mejor que retires tu suave y sensual cuerpo del mío, si es que no quieres que nos perdamos la cena también.
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